En la inmensidad sin par del universo, donde el tiempo y el espacio se entrelazan en una danza perpetua y majestuosa, late en lo más sagrado de nuestro ser un refugio inviolable: una chispa incandescente, una corriente eléctrica primigenia que no solo ilumina el alma, sino que nos ancla a la esencia misma de toda existencia. Es ese escalofrío que recorre la piel, un susurro ancestral que nos recuerda, con la certeza de las estrellas, que a pesar del vasto lienzo cósmico, somos seres de un valor inconmensurable, únicos, y dotados de la asombrosa capacidad de sentir con una profundidad abisal y vivir con una plenitud radiante.
Esta energía misteriosa, eco de una sabiduría inmemorial, nos habla directamente al corazón, no con palabras, sino con un impulso irrefrenable: el anhelo de abrazar sin reservas nuestra verdad más profunda. Es la llamada a honrar la travesía única de nuestra alma, la memoria sagrada de lo que hemos sido y la promesa radiante de lo que podemos llegar a ser. Es la sinfonía silenciosa de nuestras vivencias, nuestras pasiones más ardientes e incluso nuestras heridas más hondas, resonando desde el núcleo mismo de nuestro ser, afirmándonos con cada nota.
Y aunque a veces, en el estruendo y el torbellino implacable de la vida, podamos sentirnos a la deriva, náufragos desconectados de nuestra propia brújula interior, basta un instante —ese estremecimiento súbito en la piel, ese latido que se acelera y resuena en el pecho como un tambor de guerra llamando a la esperanza— para que una llama inextinguible se reavive en nuestro interior. Es una fuerza titánica que nos convoca a recogernos en un abrazo compasivo, a perdonar nuestras batallas perdidas, a reconocer la sublime belleza que yace en nuestras aparentes imperfecciones y a celebrar con júbilo la orquesta irrepetible que somos.

Porque es precisamente en esa electricidad vital que nos recorre, en esa corriente incandescente, donde reside la magia indómita de estar vivos. En su vibración se esconde el poder alquímico de reinventarnos una y mil veces, de reconectar con lo esencial, con aquello que verdaderamente nos define y nos impulsa. Es el hilo dorado, invisible pero irrompible, que nos teje al tejido mismo del infinito, permitiéndonos, aunque sea por un instante fugaz, vislumbrar nuestra pertenencia al todo y la grandeza de nuestra propia existencia.
Así que, cuando esa corriente estelar te recorra, cuando sientas ese llamado vibrar desde tus cimientos, abrázala y permite que su fuerza te envuelva, te guíe, te recuerde la magnificencia que reside en ti. Porque eres un faro de luz pura, una constelación única en el firmamento de la humanidad. Y tu brillo, la estela de tu ser auténtico transitando su senda elegida, tiene el poder insospechado de encender otras luces, de ser esperanza y guía para quienes, quizás, aún buscan su propia estrella en la noche.

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